Abadía de El Paular_acrílico de Luis Vargas 72 x 60
del libro: Las cosas de Siul
LOS CONVENTOS Y MONASTERIOS
Decir amigo, decir sosiego, alma henchida, bastiones supremos, paz, armonioso silencio y bienestar trascendente, era para Siul, hablar de conventos.
Decía Siul que los conventos son el lugar de descanso en la tierra de la fatiga divina. El remanso o abrevadero de donde se nutren los espíritus humanos para renovarse, encontrarse a sí mismo y oír con voz clara su espíritu.
Siul pasó muchos fines de semanas y días de vacaciones en conventos y me habló de ellos con gran entusiasmo e idealismo, explicándome por qué se le producía aquella benignidad en una estancia conventual o monacal, y como desarrolló aquella afición o tendencia, entre lúdica y mística, que había desarrollado en su juventud.
Me decía así: “La Iglesia, el Coro y el Claustro, son los elementos más fortificantes de un monasterio. La Iglesia suele estar a oscuras, llena de sombras entre rayos oblicuos de luz que atraviesan vidrieras altas, llena de velas encendidas al pie de altares o imágenes de santos: iconos de la verdad escondida. Este ambiente tiene un misterio esotérico y me producía un placer especial, dándome la sensación de que allí se encontraba mi alma desde antes de los tiempos y que allí la reconocería y la rescataría para sí, eternamente.
Era como volver a la alta Edad Media y encontrarme allí con el Santo Grial perdido o escondido por el Languedoc, posiblemente en Rennes-le-Château entre cátaros, albigenses, templarios, sionistas e incluso con el mismísimo José de Arimatea o San Benito de Nursia y todas las sociedades secretas que el cristianismo fue desarrollando en aquella época.
Solo el Sagrario está bien iluminado. Y con razón, pues allí se encuentra "El Monumento" donde debe estar presente siempre el cuerpo y la sangre de Jesús que, para los cristianos, es la razón de la fe, la esperanza, el amor y la resurrección, razón copiada de antiguas tradiciones egipcias sobre el dios Osiris, dios del trigo, cuya reencarnación era el faraón, que moría cada año y permitía a los egipcios alimentarse con su cuerpo, ofrecido en forma de pan, y daba a la diosa Isis una copa con su sangre para ser recordado, después resucitaba y ascendía a los cielos (Ver LLogari Pujol –Un Faraón llamado Jesús y Pedro Gálvez –Hypatia)
En ese Altar, en esa capilla Sixtina, en ese cofre con llave, siempre repujado de pan de oro, misterioso como el Arca de la Alianza, se realiza el acto litúrgico de mayor categoría en la religión cristiano-católica o Sacramento de la Consagración, que lleva implícito un acto cruento, antropomórfico y virtual por excelencia, cuyo acto le distingue de todas las demás religiones del mundo. Sólo se da en la religión Católica al ingerirse el cuerpo y la sangre de Cristo por los creyentes, tras la conversión del pan y el vino consagrado después de los rituales litúrgicos oportunos, a imitación de la ultima cena de Cristo con sus apóstoles, pronunciando aquellas palabras mágicas: "tomad y comed porque este es mi cuerpo y mi sangre", convirtiéndose así en una sola carne y en una sola sangre toda la comunidad cristiana.
Y desde cualquier rincón de un monasterio o un convento, los ecos de las oraciones milenarias musitan vidas eternas y clarividencias de santos, eremitas y místicos que vivieron y viven, - por ventura hoy muy pocos - en los conventos.
Algo se le pega a uno de este ambiente misterioso después de dos o tres horas sentado en un banco reclinatorio de estas Iglesias, reflexionando o contemplando, dejando que el ambiente entre por los sentidos sin más preocupación.
Así, como olor de adormidera, el propio espíritu se remansa y el tiempo y el espacio ya no cuentan. Se desvanecen como en una catarsis en un tris-tras. Es un instante atemporal y magnánimo, donde desaparecen las energías negativas y donde se reaviva el espíritu y se eleva pacíficamente a paraísos perdidos dentro de sí. Se produce en la conciencia un reconocimiento interior, casi involuntario, todos los actos personales, errores y virtudes de nuestro ser, que nos llevan a sentir la necesidad de cambiar o de corregir nuestras conductas desviadas del amor humano.
Es como una contemplación de la irrealidad real, de lo que existe fuera y dentro de nosotros y de la necesidad de encontrar un mensaje divino y un sentido del mismo. El monasterio es un lugar especialmente diseñado para el individualismo vertical y horizontal, el que se eleva y el que se tiende, un lugar diseñado para los ritos mesiánicos inventados por el hombre bajo la idea de dios.
El Coro desnudo, suele ser una obra de talla en madera que, en sí misma, implica un gran trabajo artesanal y artístico de una o varias personas que, por su calidad humana y sentido mágico de lo divino, pudieron realizar tal obra. La sillería de los coros, suele estar desgastada, pues cantidad de monjes se sentaron durante siglos a rezar y elevar sus preces al eterno indescifrable, y en él se puede oír un murmullo lejano, un eco, que se puede escuchar con un poco de imaginación, en los cantos gregorianos y barrocos que envolvían tales preces y oraciones.
Cuando el coro está vestido, saturado de los hábitos que envuelven a los monjes, encapuchados y recogidos en sí, la ilusión de estos ecos desaparece para reconocer la realidad cantada en vivo y en directo de forma que, despertándote soñando, pasas de tu siglo a siglos anteriores, y revives la paz y el placer de ser un elemento más de la música melódica, que te va llevando el ánimo hacia el nirvana, pasando de un estadio físico a otro más espiritual e indescriptible.
La emoción se alza en cada plegaria y el paraíso se hace realidad. Los haces de luz entre vidrieras, ya no son simplemente luz, sino rayos divinos de alegría y esperanza que embalsaman cuerpos y almas. Es como una presencia azul de mar y luz.
El Claustro, es la ventana con el exterior del convento. Desde sus arcadas y pasillos se contempla el patio. Desde el patio, entre setos y jardines, alrededor de un pozo, quizás, pasean los monjes para tocar el aire y mojarse de cielo.
El patio es la puerta por donde el hombre monacal reviste al convento de cosas de la tierra, pero que traspasa muy pocas veces. No le hace falta, solo una mirada es suficiente.
Los monjes lo bordean esquivos por los pasillos clausurales, rozando las paredes del corredor, cabeza baja y manos ocultas en las bocamangas, buscando su celda o el refectorio. Podría ser el tiento que incita el paso de una vida a otra, de la temporal a la infinita imaginada
En el Convento no se provoca la oración. Es oración en sí mismo. Las piedras milenarias huelen a siglos de rezos. Desde sus muros, botan y rebotan, de piedra en piedra, evocando constantemente la Presencia, -sólo mostrada bajo catarsis- las miles de palabras de petición y gracias al Supremo incógnito, que aún están ahí para que él no deje de oírlas, como una letanía, como un tantra, y ayude constantemente a la humanidad a salvarse de no se sabe qué. El humilde humano, no tiene que hacer grandes esfuerzos, para escuchar plegarias y cantares, súplicas y rezos: sólo tiene que predisponerse a la hipnosis humilde para saber escuchar en las piedras. La celda conventual o monástica donde mora el monje, es el lugar de descanso y recogimiento. Es el estudio, el rezo en solitario, los propósitos, la paciencia, la esperanza y la dignidad e intimidad espiritual.
Ni que decir tiene que los conventos no se edificaron para albergar grandes masas de gente. Que la gente no acude con clara vocación a los conventos y, por tanto, no se queda en ellos para siempre y masivamente. Hoy, la religión se entiende de otra manera y yo diría que casi la religión no existe, socialmente hablando, sino que es un argumento político-moral, para que algunos crean en lo increíble y se dejen aborregar.
En la Edad Media, todo era diferente: La vida conventual o monástica era una salida para poder comer y vivir en paz.
Poder entrar y ser admitido en un convento era una salvación material en sí misma y las vocaciones eran muchas. Casi siempre a la fuerza. Aldeanos y labriegos buscaban en los conventos el “modus vivendi” a cambio de su trabajo en la huerta. Dedicaban su vida al convento como hoy se dedican a la fábrica, pero con la diferencia de que así salvaban su alma y alcanzaban una perfección, que si bien no entendían, al menos, les proporcionaba paz y creían hacer un bien al mundo con sus plegarias diarias, dándole aliento a la sociedad. Otros, eran los verdaderos vocacionales que, además de monjes, estudiaban teología y se consagraban.
Desde el siglo IV, inspirándose en la forma de vida oriental y en los ascetas de los desiertos de Egipto, como lo fueron San Antonio en el año 356 o San Basilio en el 379, decidieron en la Alta Edad Media, -posiblemente por necesidades imperiosas de la población- la repoblación humana y social en toda Europa. La hambruna de los más humildes y la poca organización ciudadana aconsejaba buscar una forma de vida en común en pequeñas sociedades, a imitación de budistas y ascetas orientales, pero guiados, en el caso de occidente, por un espíritu evangélico y cristiano como base de ayuda personal y comunitaria.
Así se empezaron a crear pequeñas comunidades donde se organizaba la vida y la convivencia de forma que todos vivieran en paz y con las necesidades mínimas cubiertas que se lograrían con el esfuerzo común. Al mismo tiempo, se daría gracias a Dios por medio de la oración y la contemplación, conservarían la cultura y la transmitirían y se crearían centros de trabajo para el pueblo que se iría aglutinando alrededor de dicha comunidad de religiosos. Esto fue posible a través de personajes carismáticos como San Jerónimo que convenció a la alta sociedad y nobleza de la Edad media para que facilitaran medios para construir monasterios. Los monasterios serían como pequeñas ciudades amuralladas que albergaría a todo aquel que deseara vivir ascéticamente.
Los grandes magnates y reyes, vieron en aquella iniciativa una solución a los problemas de la pobreza del pueblo, una fuente de riqueza por el trabajo organizado del campo y la ganadería y una forma de vida idónea para conservar la paz aglutinando gente en zonas inhóspitas y despobladas de toda Europa.”
- Siul opinaba que era la primera manifestación en Occidente de lo que conocemos hoy por Empresa industrial, artesana o agraria. Y que de esa forma de vida surgió posteriormente la organización social del Renacimiento y las grandes revoluciones industriales de la vida moderna, los gremios, las profesiones y los estatutos reguladores de la convivencia en organizaciones humanas, que hicieron cambiar a la sociedad, llevándola hacia el Renacimiento humano, que no divino. El espíritu que regía la organización era por interés religioso, para el bien común de reyes, nobles, abades, papas y jerarcas en general. En la modernidad, no existen los monasterios como forma de vida, pero si las multinacionales que se les parece en su finalidad social: hacer creer al pueblo llano que todo cuanto se consigue en ésta vida es gracias al “empresario” que les dará la salvación y el estado de bienestar en la tierra.
“Las formas más primitivas que se conocen de vida monástica se crearon en Roma hacia el 381 de forma doméstica, en casas particulares. Ya en el siglo V se fue creando un movimiento organizado apoyado por la Iglesia que, como ya he dicho, copiando la forma de vida oriental, fue creando monacatos regidos por una “regla” o normativa de vida que elaboraron prestigiosos eclesiásticos. Se les dotó de un plan espiritual y material a las gentes sin hogar que deseaban vivir en comunidad para dejar de pasar calamidades y, con el pretexto de servir a Dios como medio de salvación de vida, salvaban la sociedad medieval del desastre y la ruina.
Las órdenes monásticas en Oriente durante los siglos III al V tenían una forma de vida especial llamada eremitismo o anacoretismo, cuya vida religiosa era en solitario, (el nombre de monasterio viene del griego “monos” que se traduce por “solos”) agrupados en parcelas más o menos amplias de casas o cuevas diseminadas y distantes para no molestarse unos anacoretas de otros en sus rezos, silencio y meditaciones. Su vida era extremadamente austera y sus ropas y alimentación muy escasas. Se juntaban solo de vez en cuando, para rezar o para intercambiar consejos.
Las órdenes monásticas de Occidente ya en los siglos IX al XIV se hacen en comunidad generalmente y se les llama vida cenobita o Cenobio. San Benito de Nursia fue el precursor de estas órdenes monásticas creando una primera regla en su primera fundación en el año 529 en la Abadía de Montecassino. Su regla y orden se llamó benedictina y en ella se contenían consejos, que no órdenes, para la vida monástica y comunitaria.
De San Benito solo se conoce su vida por los diálogos de San Gregorio Magno y su éxito no es del todo riguroso según los expertos en estos estudios. Se ha llegado a creer que no existió este San Benito y que su popular regla la compuso un grupo de inteligentes reformadores sociales buscando la mejor forma de organización social en aquella época de miseria, pobreza humana, pobreza cultural y de todo tipo. De forma que, juntando a la gente y organizándoles, liderándoles por gente experta y estructurando el trabajo, se llegara a una explotación agrícola y ganadera suficiente para la alimentación de los pueblos dispersos. Así, se fue aglutinado a las gentes alrededor de los monasterios, creando ciudades enteras, a cuya base, estaban los monjes que vivían dentro del monasterio y se acogían a la regla de vida cuyo germen religioso haría fructificar esa forma de sociedad.
Los monasterios eran verdaderos centros de trabajo o fábricas de todo tipo de industria, comercio, enseñanza y estudio, motivado por la religiosidad que incentivaba el orden, la generosidad y la justicia. De San Benito se dice que vivió siempre en el desierto, era un anacoreta, buscó la soledad y la contemplación para pensar solo en Dios y consagrarse a Él por el sacrificio y la austeridad total de vida. A este tipo de vida se le llamó vida ermitaña y eremita y su regla y consejos la escribió sobre la base de la vida que él llevaba. Es decir, era una vida dura y rigurosamente ascética y de trabajo en las labores del campo. De otra manera, no se habría podido dominar a los grandes grupos o comunidades monásticas. A cambio de seguridad, comida y trabajo, se les exigía esfuerzo físico o intelectual y entrega a los demás por la mística de la fe y los evangelios.
De esta forma, los grandes terratenientes, nobles, reyes y poderosos, podían vivir de los tributos, hacer la guerra para conquistar más tierras y vivir de forma escandalosamente bien en sus castillos y palacios, sin el pueblo que les molestara, ya que los clérigos monacales se encargaban de organizarlos, protegerlos y hacerlos trabajar.
A la vez que se creaba el monasterio de Montecassino, San Isidoro de Sevilla hacia lo mismo en San Millán de Souso en la Rioja y en San Fructuoso en el Bierzo del reino de León.
La abadía, cuyo nombre deriva del latín “ábbas”, designaba a una comunidad religiosa en cuanto a personalidad jurídica autónoma que estaba regida por un “abad” o jefe de la comunidad. También se aplicaba el nombre de abadía al complejo de edificios de una comunidad.
El monasterio es sinónimo de abadía con la diferencia de que éste es de mayor extensión y de corte más moderno que, normalmente, pertenecía a una orden regida por un “prior” en conexión con otros priores de la misma orden situados en monasterios de distintos lugares pertenecientes que, a modo de “sucursales”, formaban el conjunto de la Orden.
El convento, palabra derivada del latín “conventus” se refiere a las habitaciones de los frailes y monjes (o monjas) pertenecientes a una orden mendicante, pero no a una orden monástica cuya diferencia mayor era que el convento estaba enclavado en medio de una ciudad para ayudar directamente a la gente y el monasterio era una ciudad en sí misma.
La diferencia entre una orden monacal y otra mendicante es que, aunque las dos surgen de un mismo ideal de reforma, en las primeras se vivía del trabajo comunitario de tipo agrario y ganadero, las segundas, llevan al extremo los preceptos evangélicos y deciden vivir en total pobreza, por lo que los frailes de esa orden vivían de la limosna y de ciertos trabajos menores o de tipo artesanal y se llamaban ordenes de frailes menores. Su característica fundamental era por la norma básica de la pobreza colectiva e individual, no pudiendo tener propiedades de ningún tipo, y saliendo a mendigar en lugares públicos. Estaban dedicados al rezo y a la meditación y hacer apostolado o proselitismo religioso, imitando a Cristo en lo pastoral, incitando al pueblo a la penitencia y a la confesión. Visitaban enfermos, asistían los moribundos y custodiaban las sepulturas de los devotos. Así se fundó la orden franciscana, creada por San Francisco de Asís que fue aprobada de palabra por el Papa Inocencio III en 1210 y oficialmente por el Papa Honorio III en 1223. A la vez, surgió la orden de predicadores contra los albigenses creada por Domingo de Guzmán, aprobada por el Papa Honorio III en 1216 y a los que llamaron dominicos, siendo frailes de conducta irreprochable y culturalmente muy preparados. Más tarde nació la orden, también mendicante, de los Eremitas de San Agustín, llamados agustinos y muchas otras como la de Los Carmelitas.
Estas órdenes con el tiempo fueron tan proliferas que se formó una división dentro de ellas llegando a la conclusión que lo que estaba pensado para grupos de gente muy reducidas, al crecer en número, el proceso de mendicación no les permitía vivir y se dedicaron a formar bibliotecas y grandes conventos que les llevó a la disgregación ideológica por parte de los rigoristas de la orden que no admitían la propiedad indirecta propiciada por el Papado y por este cisma fueron condenados por el Papa Juan XXII en 1316.
También se crearon órdenes de caballeros guerreros para combatir a los destructores de Jerusalén y preservar a los peregrinos a Tierra Santa de los ataques de infieles. Así se creó la orden Templaria o caballeros del Temple, llamados así por ubicarse en el Templo de Salomón y que fueron aprobados por la Iglesia en el Concilio de Troyes en 1129, combinando el ascetismo monacal con las armas.
Sus monjes se llamaban freires y estaban regidos por un gran maestre. Fue creada por Hugo de Payens como consecuencia de la primera Cruzada, y fueron destruidos por el Rey Felipe IV el Hermoso, que deseaba acaparar los grandes tesoros acumulados en los monasterios templarios y todas sus posesiones para enriquecer a la Corona, aliándose con el Papa Clemente V que acusó a los templarios de anatemas, firmando la supresión de la orden por la bula "Vox en Excelso" dada por el Papa Clemente V en 1312, siendo gran maestre de la orden Jacobo de Molay.
Otras ordenes como los de La Cruz de Calatrava, etc. Tenían las mismas características que el Temple.
En el año 568 con la invasión del pueblo germano llamados longobardos que destruyeron la italia bizantina, con tal destrucción el Monasterio de Montecassino en el 577. Cuando los longobardos se convirtieron al cristianismo en el siglo VII se volvió al monaquismo como forma de vida. Los longobardos crearon una red de monasterios como la Abadía de Forfa, el Monasterio de Bobbio, San Vicente de Volturno, etc. Y con esta red aumentaron sus riquezas y las conservaron. No solo eran fortalezas admirables sino que además establecían la estructura de encuadramiento religioso de la población rural.
Tras los longobardos, los francos, con la dinastía Carolingia no produjeron cambios opuestos a este sistema, sino que lo favorecieron, extendiéndolo a más monasterios, distribuyendo el reino en nueve fundaciones, dotadas de grandes donaciones y transformándolos en centros culturales de gran importancia. Así se creó San Pedro de Rada, San Cugat del Vallés y Santa María de Ripoll entre los siglos VII y X en España.
Los musulmanes diezmaron los monasterios y la forma de vida monacal parecía desaparecer en el siglo XI, las órdenes se relajaron y hubo que reformarlas. Entre los siglos XI y XII las fundaciones proliferaron nuevamente y los monjes cambiaron el mundo social ayudando a la reforma de la iglesia iniciada por el papado.
Los primeros en reformarse fueron los monjes de Cluny que quisieron volver a la regla benedictina, pero había disparidad de versiones; unos daban más importancia a la contemplación solitaria y otros a la oración en común, otros los trabajos agrarios, otros el estudio y la copia amanuense de libros, surgiendo así el Cister de Bernardo de Claravall que abarcaba en sus monasterios todas las tendencias.
En general en la Edad media, para alcanzar el Reino de dios -que era el motor que movía a cientos de personas a hacerse frailes o legos a cuya base estaba la espiritualidad y fe cristiana- el monje era el más alto grado de la escala de perfección. Vivian en comunidad, de acuerdo a una regla que les daba el nombre de regulares. La regla de San Benito daba orientaciones y de ella derivaron usos y costumbres. El monje tenía la obligación de conocer su regla perfectamente y su aprendizaje era el noviciado.
Se asistía a capítulo diario donde se leía por el superior fragmentos de las leyes o reglas de convivencia y normas de vida comunitaria.
La organización monástica era de tipo piramidal y se componía: de un Abad o prior que repartía el trabajo diariamente, ocupándose de los estatutos, ventas, huéspedes, cuestiones jurídicas y administrativas; los maestros y oficiales que enseñaban o vigilaban a los trabajadores; los monjes que se ocupaban de los rezos y la liturgia, la biblioteca, y de otras pequeñas tareas comunitarias; los novicios o aprendices de monjes; los legos o laicos especializados en tareas concretas; y los criados o trabajadores. Los legos vivían en alquerías o granjas en las afueras del monasterio.
El convento se componía de las siguientes dependencias: La Iglesia; el claustro con jardín donde los monjes meditaban y encontraban esparcimiento; la hospedería u hostal de acogida de peregrinos, donde se encontraba la cantina y la despensa; la cocina en el lado oeste y el guardarropa; el refectorio o comedor comunitario; la sala capitular; encima de la sala capitular se encontraban las habitaciones o dormitorio común de los monjes; Los servicios de higiene, baños, letrinas y lavandería, el "escriptorio" para copiar libros, y la biblioteca; y, por último, el granero y el palomar. Era una unidad socioeconómica autosuficiente, dedicada, además de la ganadería y la agricultura, a todos los oficios. De la regla de San Benito se adaptaron otras varias y se fueron constituyendo varias organizaciones monásticas donde cabe destacar:
Claustro de Vallbuena_óleo de Luis Vargas 80 x 70
Los Camaldulenses que se crearon en el siglo XI por Romualdo de Rávena, distanciándose de la regla de San Benito en dos puntos: retornaron a la vida eremita y asumieron mayor austeridad, limitándose comunitariamente al coro, capítulo y refectorio. Hoy esta orden está extinguida.
Los Cartujos que se crea por San Bruno en Colonia en 1084, quienes llevan la regla de San Benito al extremo. Eran elitistas e individualistas, ascetas puros contemplativos en comunidad, pero aislados unos de otros en recintos llamados desiertos, donde guardaban abstinencia y silencio perpetuo. En 1194 se instalaron en España concediéndoles el Rey Alfonso II de Aragón un lugar en Montsant en Tarragona.
Los Cistercienses fundados por San Roberto en 1098 en Citeaux (Borgoña) para restablecer la austeridad de la vida monástica. Se expandió en el siglo XII por toda Europa y Fernando III el Santo les concedió toda clase de prebendas para vivir en monasterios. Su modelo preveía la abadía madre e hija, unidas por vínculos de caridad y participación en el capítulo.
Los Cluniacenses provienen de los propios benedictinos establecidos en Cluny en el año 910 habiéndoles donado los terrenos Guillermo de Aquitania, donde crearon una abadía dependiente de papado. Suprimieron el trabajo manual a favor del oficio divino y desarrollo del espíritu. En España entran en el año 965 por Cataluña y en el siglo XI Sancho el Mayor de Navarra los establece en sus territorios haciéndoles prodigar por todo su territorio. Se creó la figura del “camerarius” o lugarteniente del Abad de Cluny para España que residía en Nájera y Carrión de los Condes.
Los Trapenses es una orden que intenta volver a la austeridad cisterciense y lo crea el Abad del monasterio de Nuestra Señora de la Trapa en Soligny, llamado A.J. de Bonthillier de Rancé, instaurando una observancia severa, donde se daba mucha importancia al trabajo manual, el silencio y la austeridad. En España se instalaron en Tarragona y Zaragoza. Se reunían a capítulo general todos los superiores de la orden para el gobierno de la misma.
Los Vallambrosanos fueron fundados por San Juan Gualberto en 1039 en la abadía italiana de Vallambrosa. En la actualidad está casi extinguida, ya que propugnaban la reforma del clero por la “unión de la caridad fraterna”, que no interesaba al resto de la comunidad eclesial ni al papado.
El monje auténtico solía morir en el convento y no salía de él desde que profesaba como novicio. Realmente, no le hacía falta. El acomodo al silencio, a la oración, el “ora et labora” les lleva a ser felices y no necesitan viajar ni trasladarse. Están bien donde están. Su vida se transfigura en una locura de amor, en la contemplación divina o de lo divino, donde lo que importa es la sensación recibida de que, alguien Superior, les escucha con mucha atención. Y, en ese recíproco pedir y dar, el tiempo se les atemporiza y los días y los años no se sienten. Se reemplaza la inquietud por la costumbre y todo pasa con calma hasta la muerte, como si fuese un solo instante cuya experiencia no tiene historia.
El monje es una persona serena, sin ambiciones, lleno de los placeres del espíritu y de la sublimación del calvario, a base de las notas monótonas y altibajas del canto Gregoriano. Canto misterioso o místico, que eleva preces a Dios como idioma o vehículo de entendimiento entre el hombre y Él. El Gregoriano es un canto sublime, energético, dulce, íntimo, relajante y melódico que atempera el alma.
El regocijo del monje es la oración y el trabajo callado y, su alegría, o su tristeza, es producto de la comunión entre Dios y los hombres que hablan en la lengua especial del Gregoriano.
Suelen ser los monjes de aspecto tranquilo, coloradotes y sanos, debido, sin duda, a la salud interior, a la falta de estrés o angustia vital y conflicto interno. La Regla conventual y los Votos les preservan de toda turbación o preocupación por el mañana. Saben en cada momento lo que tiene que hacer y no tienen dudas. Y, cuando les surge duda alguna, la obediencia, la castidad y la pobreza, hace despejársela rápidamente. Su esperanza en Dios, al que han entregado su vida temporal anticipadamente a la muerte, les hace conseguir, precisamente, una muerte en paz. La idea de una vida posterior, eterna y viva, les hace ser felices, sintiendo tan profundamente el palpitar de la vida que, aunque el resto del mundo no pueda comprender, ni viva por igual, sino todo lo contrario, resulta que viven más intensamente que los demás.
- Siul Gasvar, decía también que la unidad monacal era una escena emulante al pórtico de la gloria. Posiblemente exageraba. Su ansia de paz verdadera, le obligaba a opinar así, sublimando algo terrenal para compararlo con la vida idílica de la divinidad.
Ciertamente no toda la vida monacal es perfecta, ni todos los monjes y abades de la historia han sido ni felices, ni perfectos. También han tenido ambiciones y groseras manifestaciones contra la Regla y los Votos. Muchos han engañado a Dios en la contemplación del Misterio. En realidad, aceptaban el engaño, engañando.
Supongo, me decía Siul, que Dios, si existe, ha hecho como que le engañaban porque a dios se le atribuye que dio libertad al hombre cuando lo creó, como se le atribuyen otras cualidades, dado que nadie lo conoció ni lo conoce y sirve así de ejemplo ético para la convivencia en armonía y humildad, de modo, que los más allegados a él puedan tener más privilegios. Deja la posibilidad de rectificación de ese monje o abad y, si no ha rectificado, habrá sentido el dolor del que huye del bien, ahorcándose en sí mismo, como un judas haciéndose justicia humana a sí mismo, cuando no, intervenía la Inquisición o justicia eclesial dictatorial. Lo que sí es cierto, es que este tipo de vida, basado en el desarrollo del espíritu, para el monje era perfecto y, para los demás de la época medieval, también, porque resolvía, como ya he apuntado, todos los problemas del pueblo y les organizaba en pequeñas ciudades o pueblos de modo que todos vivían y comían gracias al trabajo e industrialización especializada de los monasterios.
Era una forma de vida donde no cabía el disgregamiento y su organización en pequeñas comunidades era perfecta desde el punto de vista económico y social de la época que, sin duda, beneficiaba a los reyes y terratenientes, nobles y grandes señoríos, pero le daba al pueblo lo que no le querían ni podían dar estas minorías situadas.
El experimento social fue enormemente provechoso para la época. Después, se ha tratado de imitar con otro tipo de experimento comunitario en las llamadas “comunidades de base” del cristianismo actual. También en las comunas de los hippie o de los grandes experimentos científicos como el Walden Dos de Skiner, sin el éxito de los monasterios. Porque ellos partían de una verdad absoluta: la salvación de las almas, mientras que los demás parten solamente de la salvación del cuerpo, olvidando el regocijo espiritual, la alabanza en el ideal Superior y la vida eterna. Este fue el secreto del éxito de la vida monacal.
Pero la Orden que a Siul le atraía más por su historia y sus características, fue la Orden del Temple. Los Caballeros de Dios o los monjes-soldados y cómo fueron exterminados, desaparecidos o aniquilados por el poder papal y poder regente en Francia.
Siul había leído sobre este tema y me contaba cosas muy peculiares y sorprendentes para un profano como yo en la materia: Los Templarios se constituyeron como consecuencia de la primera Cruzada cuyo objetivo principal, además de derrotar a turcos, sirios y palestinos, era la conquista de Jerusalem en 1099. pero aquello no dio la paz esperada y la población autóctona combatió en forma de guerrillas, asaltando a peregrinos, ricos terratenientes y a quien pudieran combatir. Para paliar estos problemas un tal Hugo de Payens procedente de la Champagne junto a un grupo de caballeros se constituyeron en una cofradía para ayudar a las gentes que deseaban visitar los santos lugares. Se acogieron en un primer momento en las instalaciones anexas a los canónigos de la iglesia del Santo Sepulcro en 1120.
El patriarca de Jerusalén y el Rey Balduino II vieron que aquella cofradía podría beneficiarles mucho y les concedió la residencia del Templo de Salomón, por cuyo motivo se les conoció como Caballeros del Temple o Templarios.
Como orden religiosa fue aprobada en 1129 en el concilio de Troyes, y así se ofrecía a la cristiandad la posibilidad de una orden diferente que defendiera el ascetismo monacal con las armas.
Pronto esta orden (que duró doscientos años en activo – siglos XII y XIII) fue beneficiada por la aristocracia medieval, por el clero, por la nobleza y reyes, de forma que, muy pronto obtuvieron donaciones importantes de tierras, bienes, derechos y personal a su servicio. Ampliaron su territorio desde Cataluña a Portugal ayudando a la reconquista contra el Islam y pasaron a poseer propiedades en casi toda Europa hasta Asia menor, aunque principalmente se instalaron en Francia ocupando Renne-le-Chateau y otros lugares privilegiados, prodigando las abadías y los monasterios por cientos, siendo estos, camino hacia Santiago y Jerusalén, donde los peregrinos y cristianos podían viajar con tranquilidad, propiciando los negocios bajo la defensa y protección de dichos Templarios.
Fuera de estos tipos de vida social no ha existido en la historia nada parecido para el bien vivir de las gentes y su paz espiritual en occidente. Ningún partido político, ideología etc. lo ha conseguido aún como ellos. Nadie ha sabido dar al pueblo el bienestar que proporcionaba la vida conventual, a pesar de los fallos que pudieran tener en sus reglas, pero, sin duda, mucho más perfectas para la convivencia que cualquier ley civil de cualquier época, estado, república o sistema social moderno que prodiga organizaciones democráticas, que luego no lo son tanto.
-A Siul le gustaba la vida monacal. Le parecía un preámbulo para la búsqueda de la verdad o que la verdad misma estaba en el convento. Esta idea la mantuvo en secreto mucho tiempo, hasta que un día me la contó. De aquella vida espiritual que vivía en la Residencia, me decía, lo mejor era la oración y el silencio, aquello que parecía el contacto directo con Dios. La actividad seglar, las reuniones y “pacomias”, el contacto penoso con la gente eran actitudes hermosas, pero no tanto como la contemplación y la reflexión en la capilla, la meditación sobre pasajes del Evangelio y el estudio teológico.
Pero también es cierto, añadía, que, dado su carácter, aquello le deprimía, le transportaba a una relajación tan profunda y mística que sentía ganas de llorar por el mundo, con tanta fuerza, que temía llegar a la locura.
Siul frecuentaba conventos siempre que podía. Se le pasaba el tiempo en ellos como un suspiro. Lo hacía los fines de semana y se emborrachaba de silencios, cánticos e idealismos metafísicos, de tal forma, que le fortificaban el espíritu para el resto de la semana y para su apostolado entre la gente. (Pues Siul fue un convencido de ésta historia)
Tal vez no fue valiente para haber probado el inicio de una vida contemplativa, pero tal vez hizo bien, pues, posiblemente, hubiera sido un fracaso. La verdad es que nunca se planteó el quedarse. Se sentía bien yendo solo los fines de semana y sin ningún compromiso, porque, en el fondo, la vida terrenal y el contacto con la gente le era necesario, incluso enamorarse y tener novia.
Nunca tuvo una llamada clara donde oyera en el silencio: ¡Quédate!. Hoy, más consciente, le gustaría poder decir sí., pero no oye la voz especial de la fe, sino la de la realidad terrenal donde vive y donde morirá para quedar allí para siempre, transmutado en materia nueva. Su hogar es su convento. Desde pequeño buscó un hogar. Ahora lo tiene y cree que debe respetarlo y amarlo, aunque no descarta la idea de morir en un convento, por aquello de la fantasía idealista de las cosas, tan necesaria para la mente humana.
Me decía Siul, no hace mucho, que le faltaba llegar a ser él mismo, que vivía sin vivir en él, solo para él, para sus caprichos y su hipocondría, pero que le gustaría rescatar la idea del amor divino y ser transportador de la misma, para irradiarla al mundo. Imitar a los monjes silenciosos, contemplando y orando. En un hogar definitivo, unido a una comunidad de creyentes auténticos y sacrificados, donde la unidad fuera el sustento del alma y la razón humana de la vida. El eslabón, la idea religiosa y, el misterio, Jesús en el huerto orando.
No existen formas de vida como la de los conventos en la vida social y menos en la actual. La sociedad es lo antagónico de lo armonioso, del sacrificio que trasciende la vida y redime a las personas. Solo impera el egoísmo, la individualidad y la economía, de forma tal, que la sociedad actual se está autodestruyendo.
La vida es un derroche de energías que no se enfocan a un bien colectivo. La vida social es un camino pedregoso que va agotando la vida humana sin un sentido claro del futuro. No hay nada más amargo en esta vida que desarrollar tareas y trabajos que no están enfocados al bien común o personal, sino al desarrollo económico y al consumismo. Y lo más amargo es darse cuenta, al cabo de un tiempo, que no hay en esta sociedad, una alternativa de vida esperanzadora, porque la sociedad no la posibilita y, al mirarnos las manos, vemos que cuanto hicimos, fue en vano.
Pero Siul estuvo siempre dominado por el sentimiento de amor y lo convertía todo en poesía.
Esa fue su religión y su dios. Siempre enfocó su vida desde el prisma de la poética y así conquistó corazones, se dio a conocer a sus amigos, oraba, hablaba y nombraba las cosas con el ansia de crearlas y recrearlas. Su vida fue una pasión intimista, llena de preludios y canciones y llena de pesares y turbulencias. Inquieto siempre, deseaba llegar a las cosas terrenales y a sus simas, partiendo de un idealismo que le desaforaba y le hacia ser rebelde y, al mismo tiempo, tierno y lleno de vitalidad. Necesitaba la meditación y el silencio conventual, pero su nombre y su astrología parecían decirle que él debía de cambiar constantemente. Paradójicamente no creía en el cambio, pero si en la permisividad de conocer y sacarle el zumo a las efímeras cosas, como él decía.
Sus ciclos vitales le hacían cambiar las formas de su vida y de sus conocimientos, aunque nunca cambiaria su esencia de ser. Sus ciclos eran constantes y aproximadamente cada 14 años había tenido una necesidad imperiosa de cambio, tanto de lugar, como de compañía, irremediablemente lo cumplía como un destino infatigable, a pesar de costarle la adaptación y la amoldación a los cambios, pero era tan refulgente en él, que le era imposible renunciar.
Así pasó su vida y así la seguirá viviendo, supongo, hasta que muera o esté incapacitado. Mientras le dure vivo su espíritu y su inquietud, buscará el Convento, el Monacato, junto con el amor y la diversidad de sensaciones en la vida y en el amor, adaptándolo a su concepción de mundo y de vida terrenal.
© Luis Vargas Alejo